domingo, 22 de marzo de 2015

BAILANDO CON SARRIOS. CAPÍTULO 4. GALEONES DE PIEDRA EN EL VIGNEMALE

[Este relato está basado en hechos reales, incluyendo sus personajes que, siendo un producto de la imaginación de su autor, podría dar que pensar que ciertas circunstancias y características concretas pudieran, por casualidad o no, ser reales]

Se han contado grandes gestas de gentilhombres, caballeros, capitanes. Gallardos guerreros, que armados de hierro y grandes dosis de paciencia, coraje y entrenamiento, batieron y baten las más altas cumbres, los más siniestros vacíos, las más afiladas crestas.

Y heme yo aquí, botarate, desdeñando mis aventuras en pos de más avezados sueños; mas quiero hoy, a la luz de una candela, en la posada de mis recuerdos, bebiendo el ron añejo de una botella de batientes reminiscencias del pasado, aturdiendo mi memoria, alumbrando mejores tiempos, dar fe de todo aquello.

Y quiero hoy contar mi aventura, al menos una dellas, no como el gran bucanero que nunca fui, pero sí al menos, relatando mis conquistas con enjundia y exceso, haciendo epíteto de mis andanzas por prados, rocas e hielos en un solo adjetivo: emocionantes.

Medraba yo aquellos días en mis quehaceres pesqueros, echando redes al hastío, en busca de ocupación y empleo. El retorno era malo: anchobas, salmonetes y desaliento. La salmuera de crisis se mascaba en el aire, se sentía, y arañaba en la piel. En la almadraba de esos tiempos apenas salían atunes de peso, aguas agitadas, atiborradas de braceros, pero sin esperanza ni tiempo. Los aparejos se partían, se ajaban, mientras las pocas piezas que había, encontraban puerta para fugarse de las aspiraciones que las retenían, en tejidas peceras de futuro incierto.

Y así se plantó la capitana Díaz, mujer de armas tomar, navegante de senderos, trochas y roquedos; piloto de mares de horas en el camino. Afilada de rostro, siempre aviada, bien vestida y mejor cuidada, vistiendo camisa de volantes de cielo, cabello denso, ondulado, castaño al viento, oscuro bajo calma, ojos grandes y claros, aguamarina, al reflejo del sol; se dice que sonríe con el brillo mate de las perlas, sólo si es menester, por cierto; acostumbra otear los horizontes en busca de fama de relieves y montañas; es de respuesta seca pero fundada, agria pero refrescante, un cítrico de sentimiento y palabra, tan fundado para prevenir el escorbuto de cinismo que vivimos hoy en día; enfrascada echa las horas estudiando cartas de navegación de cordilleras, hundidas, tan profundo, en las arrugas de la piel de su alma, que dejan correr arroyos y quebradas de sensaciones y desvelos. Se sujeta los pantalones con hebilla de ilusiones, pues no gusta quedar sus aspiraciones en cueros, porta un sable de aguda memoria con el que sajar cualquier mal recuerdo, pendido de un tahalí de anotaciones de todos sus visitados puertos.



Ciertamente, no iba a encontrar mejor grumete ni peor marinero, pero era costumbre viajar al Fin del Mundo con el que fuera buen y fiel compañero.

“(…)Te hablo del tesoro de tus anhelos –me dijo al oido- un galeón, de los de antaño, guerrero, cargado de doblones de aire puro, eslora de nieve, manga de marmolera y quilla de granito, puntal de hielo hincado hondo y aún vivo, siendo los mares del Pirineo… bauprés tocando el firmamento, gavia de azul celeste, tajamar dorada en ocaso o amanecido; izando pendones de Russell, gallardetes de ensueño, armado con cien culebrillas de tierra, cincuenta cañones de trueno y aún veinte pedreros de derrumbe, de tiro largo todos ellos, tan tenso, que se alcanza hasta al Garmo Negro. Decorado con volutas y guirnaldas de destellos, que brillan tanto, que se tocan con los dedos… más la borda, de filigranas al cielo. Laminado de caobas de las indias, sudadas de aceite esencial, que aromatiza y corre por sus paredes de parduzco almizcle. El castillo, bañado en diamantes de verglás; el alcázar, guardado en Baissellance, cálido y reponedor del frío y del sufrimiento. Cuelgan maromas de hielo de sus costados, hacia el norte, a más tino. No hay bote, bergantín, fragata o velero cualquiera que se aprecie más de lejos, bañado en blanco de espuma de hielo (…)”


Semejante desafío no se deja pasar de largo, así que hice por echarme a la mar, a buscar pitote en el corazón de la montaña, a versar de un tiro palabras de aliento en pos de fama, fortuna y tesoros de espíritu y recogimiento. Más no me daría el Vignemale, pero menos… menos sería el cielo.

Partimos de tarde de Port Bujaruelo, lugar de paso de ladrones de riscos y pendencieros de sendero. Muchos traen polvo de recuerdo, atiborradas alforjas de rubíes de atardecer, o esmeraldas de pinsapo o pino negro, chinas del oriente encastradas en los pies, botas peladas de corales o el corazón en un cofre lleno de satisfacción, cerrado con llave de esfuerzo.


“Vamos, mi noble Juan…”, gritaba la Capitana, ésta no da respiro un momento. Amarrando el catalejo, avanza tirando visuales a babor y a estribor, a popa y proa, guardando instantáneas, para los postreros. No para de fascinarse por los arroyos, las cumbres, las laderas, los roquedos, este mar no será suficiente, ni aún el océano entero de los Pirineos.

Avanzamos por el largo mar del Ara, encajado al principio, con día claro y mar picada. El sol atiza de lo lindo, no hay espacio a la sombra. Las hayas nos dan ligero respiro, pero los haces solanos encuentran paso a menudo y, mediado el día, no se escapa ni uno. Poco a poco nos vamos cruzando con los barrancos, y la ruta, mal que nos gustara, nos hace andar achicando el agua de las botas; ya en el Barranco del Pich, un salto de diez o quince metros, haciendo un dosel de agua dulce, nos pulveriza de frescor la cara y el cuerpo, cortando el paso a la buena ventura, saltar rocas o nadar de pies… de calado, en fin, es la cosa.


Se abre el mar como por obra de Moisés, y nos vemos peregrinando entre dos aguas de dolomías forradas de flora lítica, sobre un hilo de espuma blanca agitada que se precipita en busca de puertos mejores. Las corrientes de estos mares pueden ser muy bravas, más aún, cuanto más hondo se azoran. El día se encapota durante este trecho; conforme más nos sumergimos en el lecho de estas aguas, menos luz se hace sentir.


Pardiez, que ya llegamos al faro de Ordiso, señal del camino, para recuperar el aliento y revisar provisiones. Acopiamos agua para nuestros tiesos gaznates. Desde Ordiso ya se alcanza ver el combés del Galeón, y los forros por los que hemos de remontar el Corredor de la Moskowa hasta el Collado de Lady Laister. Se hace tarde, el día avanza, y nosotros con él pero, a fe mía, que era menester reparar durante unos instantes, en la formidable labranza que obra en los astilleros de la orogenia y la erosión.


Dejamos los fiordos de Ordiso a babor y enfilamos aguas tranquilas, herbosas, sazonadas de quebradas que ponen a prueba nuestros fundamentos marinos en el arte de saltar entre peñones. Sorteando los obstáculos de este archipiélago de escorrentías, seguimos con paso firme y a todo velamen buscando nuestro destino en el puesto avanzado del Cerbillonar: ensenada ésta tranquila, de unas brazas de profundidad, ideal para descansar y recuperarse de los rigores de un sol de justicia y de los virajes en ruta. Hallamos una cabaña acogedora y reducida, donde apretar las esteras y soñar con mareas de sombra, proyectada desde altas quimeras.


Sale el sol, colorea la yerba. El sextante verifica latitud óptima para la enfilada del paquebote de los milagros. Añil pinta el firmamento por breves instantes, mientas soltamos amarras y acomodamos víveres y agua. Ya tiramos frente a una barrera de corales de pino negro y roca picada, surcada de lenguas de nieve que bajan de la andanada inferior del coloso.


Salimos de los bajíos para topar con una ola de resaca que amenaza zozobrar nuestros esfuerzos y voluntades. Esperada era esta cuesta, a la vista de los arrecifes que dejamos atrás, por salir de ella en pleamar de primavera. Apuntamos la quilla hacia cresta, ceñido el viento avanzamos contra la brisa de la gravedad, que tira con fuerza de nosotros. Durante rato largo, subimos mar rizada de pendiente sostenida y límpida que no da respiro. No hay reposo para la nave, que la manta de nieve amenaza deslizarnos abajo si no hincamos el ancla hondo en hasta la costura de la pantorrilla.


A la vista del primer islote de piedra aprovechamos para fondear unos instantes. Nos aproximamos a la tormenta, un corredor enfilado y suelto, cómodo con nieve, quebradizo y traicionero en seco, pienso yo. Pero podemos ya, a estas alturas, engalanar la mirada con La Marmolera, faldón de blanco metamorfizado, orgulloso estandarte de nobleza Pirenaica, de la que sólo unas pocas naves solemnes de esta flota de los tresmiles, pueden alardear poseer.


A cuatrocientas brazas flotamos sobre el lecho del Valle del Ara, empezamos a pilotar sobre nubes y corrientes ascendentes, mientras se abre a la mirada La Tendeñera o las estribaciones de la Catedral de los Pirineos - Ordesa, ya relatada en bitácoras de otro tiempo - . En toldilla se distinguen el Montferrat, el Grand Tapou y el Pic du Milleau apuntando sus baterías ligeras hacia España, cargando proyectiles de vacío de impresión, inviolables por esa cara, los tesoros del Vignemale se guardan a buen recaudo.

Avanzamos derechos al abordaje, el día mana azul claro, el macizo nos escupe andanadas de peso a los hombros y pone precio a nuestras maderas. Se desata la tempestad al aproximarnos al Corredor de la Moskowa, tras pendiente sostenida, cañonazos de vacilación y velas de precaución estiradas, alcanzamos a trepar por donde se deshizo el calafateado de nieve. Enganchamos roca con el cuchillo en quijada, guindando de maromas de ánimo y emoción, para salir a la plataforma superior del citado corredor, tras breve pero azarosa trepada - permitidme abultar el retrato, por menoscabo de zaherir la aventura, si no la glorificamos un tanto - . Piolet en mano, remontamos las escalas desde la línea de flotación, buscando los beques jabalconados en la roda. No hay oficiales de marina que nos vayan a arrojar sus despojos desde arriba, así que, con paso lento ya – la piratería hace mella – engatillamos los pedernales, y entramos a saco en cubierta.


Llegamos a la borda por donde entrara la Lady Laister, otra dama aventurera, que hizo el saqueo un tiempo atrás. Nos reciben la brisa fresca y el fulgor del hielo reflejado al mediodía. Buena fortuna dejar atrás las aguas de remontada, pues el sol mortificaba libreas y ojos desde el cielo y desde el suelo allá abajo. La nieve amenazaba papas, y era hora de salir de la refriega, a tomar lo que la gallardía y el coraje nos había hecho merecedores de aprehender: las vistas del Glacier d’Ossue.


Subimos a la cofa en el Pico Central, para tener mejor vista, otear el horizonte y tomar un respiro. Hacemos presa de cada instantánea, cada rincón, cada vistazo. Guardamos en toneles de ebria satisfacción los portentosos momentos que nos ofrece el Galeón desde sus masteleros. La capitana hurga en todos los recovecos que guarda la cubierta, alzando la vista hacia el palo de sobrecebadera, hitado en un vértice geodésico, el Pique Longue se alza altivo, congelado en el tiempo, brincando sobre una ola de pétrea quietud. Más fácil será la toma de un navío embarrancado, como lo es éste, aunque con estilo y altivez.

“No cejes aún en la lucha, mi noble Juan”… de nuevo espeta la Capitana, no hay respiro para el remero. A la boga volvemos, enganchando la cubierta, bordeando hacia el Castillo de proa, con paso lento, medido, avanzamos sobre el borde del glaciar. Mientras, mi mente divaga: cuáles no serán las tronadas que descargará cuando explote la santabárbara, en medio de la tormenta, aquí arriba. Mamparos de hielo se abren sucesivamente arriostrando la cuenca del monstruo, tan alto y tan bien coronado, de hermosos florones, erguidos al viento. A través de las fogonaduras del glaciar se abren paso huecos importantes, para encajar un trinquete de treinta pies o más. No estamos en los Alpes, pero bien pudiera tragarse algún hombre fornido esta nave.

En alcanzado el tremendo arrufo del Galéon, hacia la cumbre cimera, ya enfilamos la Pique Longue. Desbastamos la roca a paso mermado, arrastrando bloques hacia el fondo. No hay herramientas que usar, sólo esfuerzo, la técnica se hunde en barro arenoso. La jarcia de proa se deshace a ratos y parecen venirse abajo los aparejos. Ya salimos al mascarón, ¡oh gloria del corsario!, hemos tomado el barco, la victoria es nuestra, bocanadas de aire puro insuflado en los pulmones. La almiranta fue tomada, al asalto, por la pernera y desde el fondo. Ya se atisban las Sorores, el Taillón, los Atazous, el Pic Long, el Neouvielle, el Midi de Bigorre, el Marmboré, los Picos del Infierno, el Bisaurín, La Torre, El Casco, la Collarada, el Garmo Negro, el Algas, el Argualas, la Gran Facha, el Balaitous y los Frondiellas…

El botín es prodigioso, nos llevamos retales del Pirineo en las alforjas. Llevamos el viento a favor y recopilamos gemas de satisfacción. Momentos bizarros éstos, que guardar en la memoria, de entre muchas aventuras montañeras esta cuenta, amigos míos, entre las más guerreras y satisfactorias. Los insumos empleados en ganar esta batalla son devueltos con creces. Nos contemplan las miradas de muchos peregrinos, desde altares lejanos, a los que alcanzamos ver todos en procesión, mientras la vista de ellos es limitada. Coronamos el buque insignia de los Pirineos, y desde de su Palo Mayor, no hay rivales de alcance.






Abandonamos la proa para retirarnos al Alcázar de la nave, donde reponer fuerzas y dar cuenta de la pieza apresada. La eslora del leviatán es larga y quejumbrosa, una lengua de hielo y nieve inabarcable, profunda, rematada en morrenas primigenias, que se arrumban hacia los fondos de los valles, donde poder hacerse canto rodado y colmatar algún lago montañero.


Vamos bordeando la formidable borda de estribor, con la Punta Chausenque y el Petit Vignemale, que arrufan tanto que nos llevan a dar rodeo de legua y media en nuestro camino a los camarotes de popa. Cruzadas dos sustanciales morrenas, de las anteriormente citadas, abrazamos la base del contrafuerte batiente del Petit Vignemale. Por la galería de popa rodeamos este último obstáculo, con cierta pendiente a los pies, debo decir. Sorteamos el último trecho aprovechando los pocos envites de viento que nos quedan, el fuelle para llegar se agota.


De atardecer llegamos al refugio Baisellance, prestos a tomar litera, el descanso del guerrero. Unas cervezas y cena caliente reconfortan al marinero de relieve.

La capitana reposa, satisfecha, borracha, al menos hoy, de licor de aventura y aguardiente de cima.

Mañana será otro día, amanecerá mirando al viento, clavado el ojo en el Petit Vignemale, nos hará darle un tiento. Pero eso será mañana, que navegación tranquila, pero dilatada, nos espera, de retorno a nuestro puerto.